INSTRUCCIONES PARA PARTICIPAR EN ESTE BLOG
Cada semana leeremos un cuento o un poema de algún autor hispano.
Te invito a participar de la siguiente manera:
1. Escoge un cuento, poema, o ensayo de la lista de autores que aparece en la columna del lado derecho del blog. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
2. Después de leer el material elegido, crea una historia usando las ocho palabras que el grupo ¿Y... qué me cuentas? escogió en clase, o escoge otras ocho palabras de la lectura que quieras practicar. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
3. Sube tu historia usando el enlace de comentarios ("comments"). Lo encontrarás al final de cada lectura.
No temas cometer errores en tu historia. Yo estoy aquí para ayudarte. Tan pronto subas tu historia, yo te mandaré mis comentarios.
¿Estás listo? ¡ Adelante!

Escuchen los ipods de

Y…¿qué me cuentas?

Este video muestra el momento en el que los estudiantes de

Y…¿qué me cuentas?

crean una historia usando ocho palabras extraídas de un cuento previamente leído en clase.

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Y…¿qué me cuentas?

Recomendación al Gobierno de México por parte del Consejo Consultivo del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (CCIME) durante su XVII reunión ordinaria.

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Thursday, October 21, 2010

"Lo más olvidado del olvido", by Isabel Allende

To get access to "Lo más olvidado del olvido", click here.
Here are the eight words that the "Y qué me cuentas!" group chose after reading "Lo más olvidado del olvido" by Isabel Allende:

1. Catorce
2. Fustigar
3. Culpa
4. Gitana
5. Duranzno
6. Afiche
7. Libros
8. Sosiego

Here is the story that group wrote using the list of the above eight words:

"La gitana vino a nuestra pueblo sosegado a vender duraznos hace catorce años. Al principo, cuando comimos un durazno, nos dimos cuenta que había veneno adentro. Alguien escribió un afiche para avisar a la gente del peligro. El afiche también dijo que iban a fustigar a la gitana por ser culpable. En los libros de historia, se llama "El día de los duranznos envenenados."

Now it is your turn. Write a story using the eight words and post it in the "post" link below this exercise.

Wednesday, October 20, 2010

"Pobre viejo" by Sandra Torres. Comentarios de la autora.

Estimado Ramón:

Una disculpa por la demora en contestar. Últimamente, por una u otra razón, se me ha hecho difícil asomarme a la internet, espero remediar eso en este mes. Fíjate que me resulta increíble que tus alumnos hayan leído y discutido ese cuento; lo escribí en 1994. Luego de una dura jornada, me emociona mucho saberlo. Y sí, el significado de pendientes en el texto es como lo interpretaron al principio, tareas de trabajo por terminar.
Ya leí sus ejercicios, tus comentarios y enseñanzas, y no puedo sino decir que tu página web me parece estupenda, porque independientemente que tus alumnos están aprendiendo otro idioma, están llevándolo a la práctica literaria. Qué mejor manera de "aprehenderlo". ¡Felicitaciones¡, y gracias por esta experiencia. Saludos a todos con afecto.
--- El dom 17-oct-10, Ramon Talavera escribió:


De: Ramon Talavera
Asunto: Re: FW: DOS CUENTOS. PROYECTO.
Fecha: domingo, 17 de octubre de 2010, 17:31

Sandra,
Tu cuento "Pobre viejo" fue leído la semana pasada. Te invito a que veas los ejercicios que han entregado los alumnos después de escoger ocho palabras de tu cuento. Es importante decir que sus ejercicios no tienen necesariamente que ver con la lectura sino con las palabras que decidieron tomar del cuento.
Tu cuento los animó y tuvimos una interesante discusión en clase, sobretodo porque no quedó clara la palabra "pendientes". Al principio lo interpretamos como "tareas del trabajo" pero después creímos que te referiste a "aretes".
A ver si nos lo aclaras.
El link a los ejercicios de tu cuento es: http://yquemecuentas.blogspot.com/search/label/Sandra%20A.%20Torres
Saludos

Ramon Talavera

Sunday, October 17, 2010

Lo más olvidado del olvido, by Isabel Allende

To read the exercise related to this short story, click here.
LO MÁS OLVIDADO DEL OLVIDO
ISABEL ALLENDE

Ella se dejó acariciar, silenciosa, gotas de sudor en la cintura, olor a azúcar tostada en su cuerpo quieto, como si adivinara que un solo sonido podía hurgar en los recuerdos y echarlo todo a perder, haciendo polvo ese instante en que él era una persona como todas, un amante casual que conoció en la mañana, otro hombre sin historia atraído por su pelo de espiga, su piel pecosa o la sonajera profunda de sus brazaletes de gitana, otro que la abordó en la calle y echó a andar con ella sin rumbo preciso, comentando del tiempo o del tráfico y observando a la multitud, con esa confianza un poco forzada de los compatriotas en tierra extraña; un hombre sin tristezas, ni rencores, ni culpas, limpio como el hielo, que deseaba sencillamente pasar el día con ella vagando por librerías y parques, tomando café, celebrando el azar de haberse conocido, hablando de nostalgias antiguas, de cómo era la vida cuando ambos crecían en la misma ciudad, en el mismo barrio, cuando tenía catorce años, te acuerdas, los inviernos de zapatos mojados por la escarcha y de estufas de parafina, los veranos de duraznos, allá en el país prohibido. Tal vez se sentía un poco sola o le pareció que era una oportunidad de hacer el amor sin preguntas y por eso, al final de la tarde, cuando ya no había más pretextos para seguir caminando, ella lo tomó de la mano y lo condujo a su casa. Compartía con otros exiliados un apartamento sórdido, en un edificio amarillo al final de un callejón lleno de tarros de basura. Su cuarto era estrecho, un colchón en el suelo cubierto con una manta a rayas, unas repisas hechas con tablones apoyados en dos hileras de ladrillos, libros, afiches, ropa sobre una silla, una maleta en un rincón. Allí ella se quitó la ropa sin preámbulos con actitud de niña complaciente.

Él trató de amarla. La recorrió con paciencia, resbalando por sus colinas y hondonadas, abordando sin prisa sus rutas, amasándola, suave arcilla sobre las sábanas, hasta que ella se entregó, abierta. Entonces él retrocedió con muda reserva. Ella se volvió para buscarlo, ovillada sobre el vientre del hombre, escondiendo la cara, como empeñada en el pudor, mientras lo palpaba, lo lamía, lo fustigaba. Él quiso abandonarse con los ojos cerrados y la dejó hacer por un rato, hasta que lo derrotó la tristeza o la vergüenza y tuvo que apartarla. Encendieron otro cigarrillo, ya no había complicidad, se había perdido la anticipada urgencia que los unió durante ese día, y sólo quedaban sobre la cama dos criaturas desvalidas, con la memoria ausente, flotando en el vacío terrible de tantas palabras calladas. Al conocerse esa mañana no ambicionaron nada extraordinario, no habían pretendido mucho, sólo algo de compañía y un poco de placer, nada más, pero a la hora del encuentro los venció el desconsuelo. Estamos cansados, sonrió ella, pidiendo disculpas por esa pesadumbre instalada entre los dos.

En un último empeño de ganar tiempo, él tomó la cara de la mujer entre sus manos y le besó los párpados. Se tendieron lado a lado, tomados de la mano, y hablaron de sus vidas en ese país donde se encontraban por casualidad, un lugar verde y generoso donde sin embargo siempre serían forasteros. Él pensó en vestirse y decirle adiós, antes de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara el aire, pero la vio joven y vulnerable y quiso ser su amigo. Amigo, pensó, no amante, amigo para compartir algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos, amigo para no estar solo y para combatir el miedo. No se decidió a partir ni a soltarle la mano. Un sentímiento cálido y blando, una tremenda compasión por sí mismo y por ella le hizo arder los ojos.

Se infló la cortina como una vela y ella se levantó a cerrar la ventana, imaginando que la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar juntos y el deseo de
abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de luz de la calle, porque si no se
sentía atrapado de nuevo en el abismo de los noventa centímetros sin tiempo de la
celda, fermentando en sus propios excrementos, demente. Deja abierta la cortina,
quiero mirarte, le mintió, porque no se atrevió a confiarle su terror de la noche,
cuando lo agobiaban de nuevo la sed, la venda apretada en la cabeza como una corona de clavos, las visiones de cavernas y el asalto de tantos fantasmas. No podía hablarle de eso, porque una cosa lleva a la otra y se acaba diciendo lo que nunca se ha dicho.

Ella volvió a la cama, lo acarició sin entusiasmo, le pasó los dedos por las pequeñas
marcas, explorándolas. No te preocupes, no es nada contagioso, son sólo cicatrices, rió él casi en un sollozo. La muchacha percibió su tono angustiado y se detuvo, el gesto suspendido, alerta. En ese momento él debió decirle que ése no era el comienzo de un nuevo amor, ni siquiera de una pasión fugaz, era sólo un instante de tregua, un breve minuto de inocencia, y que dentro de poco, cuando ella se durmiera, él se iría; debió decirle que no habría planes para ellos, ni llamadas furtivas, no vagarían juntos otra vez de la mano por las calles, ni compartirían juegos de amantes, pero no pudo hablar, la voz se le quedó agarrada en el vientre, como una zarpa. Supo que se hundía. Trató de retener la realidad que se le escabullía, anclar su espíritu en cualquier cosa, en la ropa desordenada sobre la silla, en los libros apilados en el suelo, en el afiche de Chile en la pared, en la frescura de esa noche caribeña, en el ruido sordo de la calle; intentó concentrarse en ese cuerpo ofrecido y pensar sólo en el cabello desbordado de la joven, en su olor dulce. Le suplicó sin voz que por favor lo ayudara a salvar esos segundos, mientras ella lo observaba desde el rincón más lejano de la cama, sentada como un faquir, sus claros pezones y el ojo de su ombligo mirándolo también, registrando su temblor, el chocar de sus dientes, el gemido. El hombre oyó crecer el silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma, como tantas veces le ocurriera antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al presente, echándose a rodar por un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas en los tobillos y en las muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las voces insultando, exigiendo nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada a su lado y de los otros, colgados de
los brazos en el patio.

¡Qué pasa, por Dios, qué te pasa!, le llegó de lejos la voz de Ana. No, Ana quedó
atascada en las ciénagas del Sur. Creyó percibir a una desconocida desnuda, que lo
sacudía y lo nombraba, pero no logró desprenderse de las sombras donde se agitaban látigos y banderas. Encogido, intentó controlar las náuseas. Comenzó a llorar por Ana y por los demás. ¿Qué te pasa?, otra vez la muchacha llamándolo desde alguna parte.

¡Nada, abrázame ... ! rogó y ella se acercó tímida y lo envolvió en sus brazos, lo
arrulló como a un niño, lo besó en la frente, le dijo llora, llora, lo tendió de espaldas
sobre la cama y se acostó crucificada sobre él.

Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente se alejaron las
alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse vivo a pesar de todo,
respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo, la cabeza de ella
descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella sobre los suyos, dos
huérfanos aterrados. Y en ese instante, como si lo supiera todo, ella le dijo que el
miedo es más fuerte que el deseo, el amor, el odio, la culpa, la rabia, más fuerte que
la lealtad. El miedo es algo total, concluyó, con las lágrimas rodándole por el cuello.
Todo se detuvo para el hombre, tocado en la herida más oculta. Presintió que ella no
era sólo una muchacha dispuesta a hacer el amor por conmiseración, que ella conocía aquello que se encontraba agazapado más allá del silencio, de la completa soledad, más allá de la caja sellada donde él se había escondido del Coronel y de su propia traición, más allá del recuerdo de Ana Díaz y de los otros compañeros delatados, a quienes fueron trayendo uno a uno con los ojos vendados. ¿Cómo puede saber ella todo eso? La mujer se incorporó. Su brazo delgado se recortó contra la bruma clara de la ventana, buscando a tientas el interruptor. Encendió la luz y se quitó uno a uno los brazaletes de metal, que cayeron sin ruido sobre la cama. El cabello le cubría a medias la cara cuando le tendió las manos. También a ella blancas cicatrices le cruzaban las muñecas. Durante un interminable momento él las observó inmóvil hasta comprenderlo todo, amor, y verla atada con las correas sobre la parrilla eléctrica, y entonces pudieron abrazarse y llorar, hambrientos de pactos y de confidencias, de palabras prohibidas, de promesas de mañana, compartiendo, por fin, el más recóndito secreto

Wednesday, October 13, 2010

"Pobre Viejo", by Sandra A. Torres

These are the eight words that the group ¡Y qué me cuentas! decided to use to create a story after reading "Pobre viejo", by Sandra A. Torres:

1. Madrugada
2. Tuerto
3. Pendientes
4. Concienzuda
5. Añicos
6. Escudriñar
7. Alucinar
8. Casera

Let me share with you the story that the group wrote using the above word:

"En una madrugada del otoño, escudriñaba mi coche que estaba tuerto. Después del accidente, recibí mi carro divino del mecánico sin un faro. Me dijo el mecánico:
-"Estoy pendiente del faro nuevo"
El viejo faro se había hecho añicos, cuando yo manejé alucinando con un Lexus y choqué con la casera de mi edificio. Ella también se quedó tuerta y su esposo me escudriñó concienzudamente con un ojo."

Now it's your turn. Use the same words and write a story. Use your imagination!
Post it in the post link below.
As soon as I receive your story, I'll send you my comments!

Saturday, October 2, 2010

"Pobre viejo", by Sandra A. Torres

POBRE VIEJO
Sandra A. Torres
La privacidad ha sido para mí como una religión. Con los vecinos me llevo de buenos días, qué tiempo o no arroje agua de arriba, nada más; ni consejeros espirituales ni Testigos de Jehová. La única visita que recibo es la de mi hermana y eso cuando se disgusta con su marido o se toma un tiempo para verme. De haber sido otra en mi lugar no sé qué habría pasado con esta historia, quizá todos los del edificio se hubieran enterado. Mentiría si no confieso el miedo que sentí crecer hasta el horror cuando lo descubrí. Pero primero debo hablar de mi cuarto. No es amplio, apenas lo ocupan una cama matrimonial, regalo de mi mamá - siempre tuvo la esperanza de que me casara -, una mesa de trabajo, un pequeño librero y un ropero que ha pasado de generación a generación, colocado frente a la cama.
Todo empezó una madrugada. Estaba sacando los pendientes de la oficina, cuando sentí irritados los ojos, los froté con fuerza y fue peor. En una luna del ropero revisé mi vista. Me llamó la atención una línea arqueada en el espejo, que me olvidé del ardor de ojos. Tallé la línea con un dedo, no se borró y desistí pensando que se trataba de una simple rayadura. El asunto no terminó ahí; al día siguiente, cuando me arreglaba para ir al trabajo y escudriñé mi imagen en el espejo, vi que otra línea arqueada se había engarzado con la ya existente formando un óvalo. Froté las líneas obteniendo el mismo resultado del día anterior. En la oficina no comenté a nadie del asunto, de por sí siento que esperan que diga algo para justificar la opinión que tienen de mí, nada respetable por cierto; dicen a mis espaldas que soy una mujer extraña, por no decir loca. Por mí que digan misa. Aproveché el descanso para salir a comprar solvente en la ferretería; esa noche borraría el óvalo a como diese lugar. Con un trapo empapado restregué inútilmente el espejo. Por primera vez, desde la muerte de mamá, sentí miedo de estar sola. Me dije calma, y fui a preparar la cena. En la sala vi las noticias y a ratos volteaba hacia el cuarto. El Himno Nacional cerró la programación; apagué la tele para irme a dormir. Ya en el cuarto no levanté la mirada sino hasta cuando estuve acostada; fue entonces que descubrí un ojo mirándome fijamente desde la luna del ropero. Lo primero que agarré fue un zapato y lo arrojé sobre el espejo, el cual se hizo añicos con todo y ojo. No pasó mucho tiempo cuando tocaron a la puerta: era mi vecina. Abrí.
-¿Se encuentra bien, vecina?- Preguntó inspeccionándome; y por encima de mi hombro, vio al interior del departamento.
Entorné la puerta y con fingida tranquilidad le dije que sólo había quebrado un espejo.
-¿Un espejo roto? Mala suerte -sentenció-, y más si ocurrió de noche-. Dejó de hablar para mirarme concienzuda; después se acercó y me dijo en tono confidencial: “pienso que no es conveniente que viva sola, Patricia. Tanto loco suelto y usted solita; no, deje eso al viejo Elpidio; él, en el último piso, está más cerca del cielo que nosotras. Hasta alucina el pobre. Fíjese que la otra vez subí a la azotea a regar mis plantas y al regresar escuché, sin querer, cómo regañaba a alguien. ¿A quién, si nadie lo visita?”
No quise escucharla más; pretexté levantarme temprano para cortar la absurda plática. Esa noche, después de recoger los vidrios, no pude dormir tranquila; enfrente, el ropero estaba tuerto.
Los siguientes días transcurrieron tranquilos -la otra luna no creó problemas- que vacilé en reponer el espejo roto. Sin embargo, en una visita, mi hermana terminó por convencerme de hacerlo, refiriendo el aspecto de abandono que presentaba el ropero. Muy pronto acudió un joven de la vidriería. En cuestión de minutos colocó el espejo y comprobé que no tuviera rayaduras. Pagué y acompañé al joven hasta la puerta. En ese momento mi vecina, lívida de coraje, bajaba las escaleras. Me dijo que alguien había hecho destrozos en sus plantas de la azotea y sospechaba de don Elpidio; ese alguien con quien el viejo alucinaba, conjeturó la vecina, tenía nombre de perro o conejo. Antes de entrar a su departamento dijo que pondría al tanto de la situación a la casera, quien prohíbe animales en el edificio. Cada loco con su tema. Fui al cuarto a concluir un trabajo. En la luna del ropero el ojo parecía esperarme. Respirando profundo, decidí que ya no rompería más espejos; dejé entonces al ojo escrutar libremente a su alrededor; quizá, como los gatos, se hartaría. Mientras tanto, me puse a trabajar sintiendo su mirada sobre la espalda. Al terminar, embotada, me senté al filo de la cama y fumé un cigarrillo. El humo lo dirigí hacia el ojo y él parpadeaba desplazándose en el espejo para esquivarlo; como no lo logró, se esfumó. Horas después volvería.
Con el tiempo he llegado a pensar que no pierdo nada con que un ojo exista en la luna de mi ropero: no come, no habla, no se enferma, sólo ve; además, me siento acompañada. Por fortuna no he tenido problemas con los vecinos, como don Elpidio. Pobre viejo, no sé qué sucedería si los del edificio supieran, como yo, que él alucina en su departamento con un unicornio, que por las noches se le escapa y hace tales destrozos en las plantas de la vecina. Sí, pobre viejo.

Sandra A. Torres Herrera