La niña del campo
Por: Azucena Leza
Susi era una niña que perdió a sus padres cuando tenía siete años. Su tío Pedro se hizo cargo de ella. Vivían en una casa vieja de adobe, un cuarto grande en el que sólo había una cama y un ropero antiguo. La cocina era muy pequeña y no había estufa, cocinaban sobre arena en un círculo de ladrillos sobrepuestos en el suelo.
Todos los días, Pedro se levantaba poco antes del amanecer para ir a trabajar al campo. Tenía que llevarse a la niña con él porque no había nadie más que la cuidara. La dejaba dormir mientras preparaba su burro y sus herramientas para la labor. Cuando estaba listo, la despertaba “arriba, floja” le decía con mucho cariño. La pequeña Susi se levantaba con los ojos medio pegados y se ponía su chaqueta y sus huaraches.
A pesar de que era un hombre viejo y cansado, era tanto el amor por su sobrina, que siempre era ella la que montaba el burro para cruzar el largo trecho hasta el campo de trabajo.
Él caminaba a su lado por la vereda de terracería. A las cinco de la mañana todavía estaba oscuro. Contemplaban la mañana fresca, los rodeaba el olor de hierba húmeda, oían a los árboles en soledad, el ruido lejano de las trocas en las carreteras y el galope de caballos. El viento era frío, pero ellos lo disfrutaban.
Después de buen rato de camino, alcanzaban a ver los sembradíos verdes que se extendían frente a ellos con puños blancos que sobresalían de entre la hierba. Al llegar, prendían una fogata para calentar el pan con huevo que llevaban y preparaban café. Mientras comían, platicaban. El tío Pedro preguntaba “¿Cuántos kilos crees que puedas echar hoy?” “Yo creo que más que tú” le contestaba la niña y él sonreía.
Tras el desayuno empezaban a piscar el algodón, todavía húmedo. Trabajaban uno al lado del otro. La frescura de las primeras horas de la mañana se evaporaba rápido y cuando salía el sol, el calor los sofocaba. Pedro sudaba y la niña dejaba de piscar para ir por sandías, se iba por los bordos de los sembradíos y buscaba por debajo de las hierbas. Ahí las encontraba y corría a llevarle la fruta fresca a su tío. Las quebraban en el suelo. Eran sandías amarillas y muy dulces.
Compartían y después continuaban con su labor. Siempre estaban solos porque como ofrecían sueldos muy bajos, nadie más quería ir a esos ranchos.
Al final de la jornada alistaban al burro y emprendían el camino de vuelta a su casa. De regreso, a Susi le gustaba correr por las hierbas y su tío la veía disfrutar del campo. Los recibía una casa vacía, muy sola, pero que era su hogar.